Para un niño de 10 años los días duran más, excepto los domingos después de almuerzo cuando el reloj se emociona y gira más rápido de lo que queremos. Ese día era domingo. Lo tengo muy claro. Domingo 10 de mayo de un año lleno de emociones encontradas. Como el mismo mes con sus asfixiantes calores soporíferos y las lluvias refrescantes, con la invasión de moscas y de los atardeceres de escarlata.
Ese domingo, segundo del mes, se celebraba el día de las Madres. El país todavía hablaba de las recientes elecciones en la que los ciudadanos colombianos se fueron a dormir creyendo que habían elegido a un presidente y se despertaron con la noticia de que el elegido era otro.
Como era la costumbre, yo me arreglaba para ir a la misa de 6 p.m. En esta ocasión mi tía Beatriz pasaría a recogerme. Mis padres habían pasado toda la tarde visitando a mi abuela Amira.
Había pasado la tarde con un par de amigos del vecindario conversando y soñando con la cercana inauguración de la Copa Mundo que se iba a jugar en México en unos pocos días. El favorito a ganar la última copa Jules Rimet, para nosotros y muchos más era Brasil. La emoción de ver a Pelé, a Tostao, a Beckenbaur, y las demás estrellas de la constelación futbolística del mundo distrajo mi mente del agravado estado de salud de mi abuela. Mientras me ajustaba la camisa supe con exactitud cuál iba a ser mi petición a Dios durante la misa.
Mi abuela Amira era una buena mujer. “Chita, es un alma de Dios” escuchaba de boca de los adultos que la conocían. Bajo su batuta se cocinaban los más ricos sancochos de gallina que puedas imaginar. Ni hablar de su arroz con pollo, que servía adornado con lascas de fina mantequilla. Inigualables. Los almuerzos familiares de fin de semana, con los primos y la casa de los abuelos llena de invitados era toda una fiesta. Ella lo dirigía todo, y funcionaba como un reloj suizo.
Hacía relativamente poco, no preciso con exactitud cuando, pero fueron solo unos cuantos meses cuando todo cambió. “Chita está muy enferma” Los mayores no nos lo dijeron con claridad, pero hilando entre sus conversaciones supimos, sin entenderlo, que le habían descubierto un cáncer. Al parecer, luego confirmado entre conversaciones, cáncer en el estómago.
Para esos días era más fácil enterarse de las noticias del lanzamiento de la misión lunar Apolo 13, del grave peligro que corrieron sus tres tripulantes cuando estalló uno de los tanques de oxígeno a bordo y su posterior amarizaje, que de la evolución de la salud de mi abuela. Pero los rostros tristes y acongojados y los silencios hablaban mucho. Poco a poco los nietos fuimos atando cabos y construyendo una versión de la situación que, al menos yo, nunca sabré si fue real.
Iba a pedir por la salud de mi abuela y su inmediata recuperación. Sabía que la alegría volvería, la tristeza se iría por donde vino, volverían la bulla, los almuerzos y la vida, como era antes. Ya iba siendo hora de que me recogieran para la misa. En la radio, que sonaba en la cocina pero que invadía toda la casa, el locutor anunciaba el estreno de “Let it Be”, la última canción que los Beatles grabaron juntos. Me entretuve y no vi llegar a mi tía. Desde que entré a su carro, empecé a elevar mi petición a Dios, por la recuperación de mi abuelita.
“Dios es todopoderoso” “Para Dios todo es posible” “Si vas a misa y te portas bien, Dios te va a premiar” Nací y crecí en un hogar católico, ambas familias lo eran. Estudié en colegios católicos. El temor y la reverencia a ese Dios que todo lo veía, todo lo podía, estaba arraigado profundamente en mí. Era mi Dios y el de mis padres, y yo estaba viviendo en medio de nubes de algodón. Dios sanaría a mi abuela, mi fe me lo aseguró.
No voy a negar que, durante la misa, en un par de ocasiones, me distraje pensando en cómo sería el mundial de México. Cuatro años antes había visto por televisión pedazos de un partido entre las selecciones de Inglaterra y Alemania. El tañer de las campanillas en el momento de la elevación de la hostia me trajo de vuelta. Con más fuerza, tal vez sintiéndome culpable, repetía incesantemente mi petición al Todopoderoso Dios para el cual sanar a Chita, era cuestión de abrir y cerrar los ojos. Para añadir fuerza a mi petición, decidí prometer no faltar a una sola misa y portarme bien en todo.
Regresé confiado a casa, consciente de que estaba a punto de recibir mi milagro. Me recibieron las lágrimas de mi papá, quien desconsolado me informaba de la muerte de la abuela. Mi mundo colapsó. Estaba perplejo y me sentí engañado, casi burlado. ¿Por qué Dios me hizo esto? ¿Por qué me dejo continuar con mi ruego si sabía que ya ella estaba muerta? ¿No dizque todopoderoso y que ve las cosas antes de que sucedan? ¿acaso no había visto mi corazón rogando por la salud de la abuela Chita? Dejé de llorar y sentí rabia. ¿Por qué había creído que Dios podía ayudarme? ¿Acaso era real?
A partir de ese día cargué un sentimiento de indiferencia ante las cosas de Dios, del Dios de mis padres. El Dios que me falló. Me volví rebelde. Rebeldía e indiferencia me acompañaban y juntos veíamos convertirse en negras y pesadas las nubes de algodón. Pasó la adolescencia, con sus bemoles, ratos buenos, otros no tanto. Sin el freno del temor divino y actuando “convencido” de boca hacia afuera de la inexistencia de un ser superior que me viera desde los cielos, hice cosas que de otra manera no hubiera hecho.
Cada vez más me fui sumergiendo en aguas más pestilentes. Una mitad de mi se veía bien, con algunos logros y algo de estabilidad. La otra, la que no se veía, buscaba la luz en lugares equivocados. La rebeldía y la indiferencia aumentaban, como las tinieblas.
Pero un día, desde el fondo de la botella, desde el fondo del abismo en donde había caído, casi muerto, levanté la mirada y lo vi. Allí estaba el Dios ignorado, frente a mí, lleno de amor, con los brazos abiertos, llamándome. En ese momento aprecie cada gota de su sangre derramada. Sentí que con ella limpió la suciedad y la inmundicia acumulada. Me vi saliendo de la tumba en que me hallaba.
Conocí entonces a un Dios de verdad, soberano, omnipotente y bueno. La rebeldía y la indiferencia que me acompañaron durante 23 años sucumbieron ante su gran amor. Entendí que hay cosas que no entendemos. Vi que hay cosas que no vemos, ni sabemos. Aprendí a confiar y a entender. Aprendí que la relación Dios es personal y no heredada, y que cada uno tiene su hora y su camino.
Brasil quedó campeón y se alzó con la copa. Los Beatles nunca más se unieron. Los viajes a la luna siguieron, cuatro más, pero sin la misma emoción que los primeros. En la casa de los abuelos se sentía el vació de la abuela Amira. Los sancochos de gallina y el arroz con pollo, como las tardes de juego y algarabía con los primos no han vuelto a ser iguales. Solo Dios ha permanecido inmutable, a través del tiempo, rodeándonos de su amor y misericordia.
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jaime , hermoso evocaste una época muy hermosa de nuestra infancia de esa cuna común que compartimos y sobre todo recordar a esa persona maravillosa que fue la abuela chita, amorosa,bondadosa una mujer de principios y con un alto sentido de la dignidad y fíjate fue ella a la larga quien te llevó a los píes de cristo, gracias primo por esos recuerdos que compartimos y que nunca los voy a olvidar a tu papá mi tío armando no hay un solo día de mi vida que no lo recuerde siempre lo voy a querer. un abrazo
Así es José. Una mujer bondadosa que supo estar al lado de el Patriarca, nuestro querido abuelo el Canelo. Pero, ¿olvidas que fue en tu oficina de la calle 70 esquina de la 46 que luego de una conversación de casi dos horas decidí acompañarte y ¿cómo te parece?, darle una segunda oportunidad a Cristo? Increíble. Un abrazo Joe
Yo tambien pase por lo mismo y en esa situación uno llega a renegar se Dios sin entender que sus decisiones son perfectas.
Y soberano.
Realmente es hermoso envolverse en tan gratas experiencias de vida, que nos llevan a rememorar las nuestras, momentos dolorosos que hemos pasado con la pérdida de un ser querido y ese momento de negación, el pensar que Dios lo puede todo, pero que "No escuchó nuestras súplicas" y que al final, llegamos a comprender que se hace su voluntad, todo tiene su final.
Con el paso de los años se aprende a ver con los ojos que Dios nos mira. Lo comparo a cuando me sentaba a los pies de mi abuela y ella bordaba algo. No entendía lo que ella hacia y no me gustaba lo que veía. Desde el suelo, en mi posición, solo veía muchos nudos y ninguna forma. que reconociese o apreciara. Le dije "Abue, no me gusta lo que estás haciendo. Es feo" y ella me indicó que me levantara a su lado. Entonces, me puse de pie y ya su lado, pude ver con los ojos que ella veía el tejido. Vi el hermoso paisaje que ella estaba bordando y del cual yo solo había apreciado los nudos, sin dimensionar lo que se tejía. Así es la obra de Dios en nuestra vida. Tenemos que confiar en lo que el está tejiendo, aunque desde nuestra humanidad solo veamos los nudos.